Los turcos Otomanos
En origen, la dinastía de los turcos Otomanos fue un pequeño principado turcomano dependiente del sultanato del Rum, establecido en el siglo XI en territorio de Anatolia. Este sultanato no era si no parte de la gran expansión de los turcos selyúcidas de los siglos XI y XII, derrotado e incorporado por los mongoles a mediados del siglo XIII. El principado otomano logró obtener una iniciativa propia dentro del estado vasallo de los mongoles a lo largo del siglo XIV, adquiriendo la independencia de los selyúcidas e iniciando una trayectoria política propia.
Sus primeros éxitos consistieron en una tímida expansión por la zona oeste de Anatolia, siendo especialmente importante la conquista de Nicea por parte de Orhán, hijo de Osmán (fundador de la dinastía), que a la altura del año 1338 había expulsado a los bizantinos de la península. Su importancia irá en aumento, participando en las intrigas de las Cortes bizantinas y dando el salto al otro lado del mar de Mármara en 1354, con la conquista de Gallípoli.
Algunos años más tarde, el sultán Murad I (1360-1389) tomó Adrianópolis, que convirtió en su capital, en 1361. Poco a poco, los turcos estrechaban el cerco sobre Constantinopla, ante lo cual los bizantinos notaron el peligro e intentaron relajar la tensión mediante las negociaciones de tributos y matrimonios. Pero el respiro real al asedio sobre Bizancio se lo dio, primero, la guerra que los otomanos debieron sostener con el otro principado turco, el de Karaman, en el este de Anatolia, a finales del siglo XIV, y justo seguido de la campaña de superioridad de Tamerlán (1402-1404) que, a pesar de haber derrotado a los turcos, no impondrá un gobierno duradero sobre ellos. No mucho después de este duro golpe murió Bayaceto I, tras cuyo óbito su imperio se sumió en enfrentamientos civiles entre sus descendientes. Con Mehmed I (1413-1420) y Murad II (1420-1451) el imperio recuperó su unidad y estabilidad, y su sucesor Mehmed II (1451-1481) el Conquistador, logrará incorporar Constantinopla (1453) convirtiéndola en su capital definitiva, además de otros territorios Balcánicos hasta concluir la desintegración del imperio bizantino. El poder conseguido merced al uso del cuerpo militar de los jenízaros no libró al poderoso imperio de las luchas intestinas, que lo asolaron durante muchos años.
Posteriormente se recuperó, y en las primeras décadas del siglo XVI el imperio otomano logró alcanzar su máxima expansión, incorporando Siria y Egipto como resultado de las guerras de Selim I contra los mamelucos (1514-1520). Este sultán también logró anexionarse Arabia y ser reconocido en Argelia, por lo cual el imperio pasaba a abarcar inmensos territorios que incluían buena parte del mundo islámico. El poderío otomano no sería frenado hasta varias décadas después, cuando sus ambiciones marítimas por el Mediterráneo les lleve al enfrentamiento con la Santa Liga y España, del que saldrán derrotados (batalla de Lepanto, 1571). Pero ya desde la muerte de Solimán el Magnífico (1566) el sultanato daba señales de agotamiento, lo que supondría una infinidad de guerras civiles durante el siglo XVII, en las que mediaban los jenízaros como árbitros de la situación, manipulando a débiles soberanos.
En adelante, los otomanos se cerraron en la nostalgia de su antigua grandeza y rechazaron toda influencia que llegase de Europa. Sus ejércitos fueron sucesivamente derrotados, y su último intento de expansión sobre Occidente, el asedio de Viena de 1683, resultó en un fracaso. El imperio seguía siendo, no obstante, inmenso, pero no fue hasta finales del siglo XVIII cuando se tomó conciencia de la necesidad de introducir reformas, desde el reinado de Selim III (1789-1807). Se anuló el poder de los jenízaros mediante un meditado golpe en 1826, pero esto vino acompañado de la debilidad del ejército y la independencia de importantes regiones, como Grecia, Egipto, y la autonomía para Valaquia, Serbia y Moldavia. Las cosas empeoraron a lo largo del siglo XIX, con el intervencionismo de las potencias extranjeras y la incapacidad de crear un ejército moderno.
La inestabilidad fue patente en el resto de la historia del Imperio. El derroche de los sultanes resultó en el caos financiero, y la alineación del Imperio junto a las potencias centrales durante la I Guerra Mundial, el bando a la postre perdedor, supuso el golpe de gracia a una institución imperial obsoleta. En 1922 quedó abolido el sultanato y se proclamó la República de Turquía por el Presidente Kemal Ataturk.