El descubrimiento de Australia y Nueva Zelanda
El origen de la idea que afirmaba la existencia de un vasto continente en el Hemisferio Sur, equiparable a lo que en el Norte supone Eurasia, se pierde en los confines de la historia. Era ya común, en cualquier caso, en la época de Ptolomeo, y desde entonces se convirtió en una leyenda por todos creída y aceptada, un mito al que se dio el nombre de Terra Australis Incognita.
La historia de ese mito se unió indefectiblemente con la historia de Gran Bretaña durante la Guerra de los Siete Años. El conflicto evidenció la supremacía naval de los británicos, e inmediatamente alcanzada la paz, Gran Bretaña comenzó a desarrollar un programa de exploración cuyo principal objetivo era descubrir la Terra Australis. Para cumplir tal objetivo, el elegido fue el Capitán John Byron, a quien también se encargó que intentara descubrir el paradero del Estrecho de Anián, del cual se decía que sería la ruta más fácil y segura hacia China.
Sin embargo, Byron no logró ni una cosa ni la otra. Por el contrario, intentó trazar una nueva ruta, más directa, desde el Estrecho de Magallanes hasta la India, y por lo que contó en su cuaderno de bitácora hubo de pasar realmente cerca de una gran superficie de tierra que suavizara los vientos y los oleajes. Por desgracia para él, no tuvo tiempo de asegurarse.
Byron retornó a Inglaterra en Mayo de 1766, y teniendo en cuenta el tenso escenario internacional que anunciaba guerras con Francia y España, el Almirantazgo inglés decidió iniciar rápidamente nuevas expediciones para hacer más descubrimientos en el Pacífico. Esta vez, el encargado sería el Capitán Samuel Wallis.
Wallis, imbuído de optimismo, comandó su famoso barco The Dolphin, y alcanzó muy pronto la isla de Tahití. Confiado en que estaba ante un descubrimiento de primer orden, y de que desde allí habían visto unas brumas que habían de corresponder –estaban seguros de ello- con Terra Australis, volvió diligentemente a Gran Bretaña para informar de ello y lanzar una nueva expedición, más ambiciosa, que fuera el paso final hacia gran descubrimiento.
Dar ese último gran paso sería la misión encargada a James Cook, el más famoso explorador de la época. Sus instrucciones eran claras: si eran ciertas las indicaciones de Wallis, su misión estaba clara: descubrir Terra Australis. Cook siguió sus instrucciones de forma diligente: marchó directamente hacia la dirección que Wallis había indicado, y mantuvo su rumbo hasta el día 2 de Septiembre. Sin embargo, a esa fecha hubo de variar su dirección dado que no avistó tierra alguna: giró al noreste y, el día 5, al noroeste. Volvió a girar al suroeste el día 21, y ahora sí, el día 7 de Octubre avistó la costa este de Nueva Zelanda. Aunque sabía que el descubrimiento era importante, las continuas maniobras de cambio de rumbo, así como la duración de la expedición y el poco éxito, casi habían convencido a Cook de que Terra Australis no existía. Permaneció aún así en esa área del océano, esperando un milagro que todavía consideraba posible. Al fin y al cabo, ningún europeo había navegado por esas latitudes, lo que hacía posible la aparición de cualquier descubrimiento.
De hecho, Cook cartografió no sólo la totalidad de Nueva Zelanda, sino casi toda la costa este de Australia. Bautizó la mayoría de sus regiones y marcó los puntos de los posteriores asentamientos británicos en la zona, entre ellos Sídney. Aunque sabía que debía tratarse de una isla de grandes dimensiones, Cook estaba convencido, al igual que su tripulación, de que aquello no era el continente inmenso que debía ser Terra Australis. Así se lo hice saber a sus superiores en Inglaterra, ante los cuales, incluso, se presentó tras un segundo viaje en el que circunnavegó el globo a una altísima latitud, para demostrar que finalmente que no existía una Eurasia en el Hemisferio Sur. Lo que sí demostró fue la existencia de Australia, dando a la Corona Británica una de sus más extensas –y lejanas- colonias.