El nacimiento de Pensilvania
En 1682, William Penn desembarcó en New Castle, Delaware, bien provisto de una concesión de tierras colosalmente grande que le había otorgado Carlos II. Penn era hijo de un almirante rico y políticamente influyente, con quien el rey Carlos II tenía una enorme deuda, y no sólo de orden económico. Así fue como Penn, que ya se había interesado por la colonización el región de Jersey, recibió esa generosa donación de tierras con la que quedaba saldada definitivamente se deuda, calculada en 16.000 libras.
La cédula otorgada a Penn era principesca. De hecho, afirmaba que Pensilvania sería una colonia de propiedad privada. No podríamos entender el devenir de la nueva colonia sin atender a un aspecto de la vida de su creador: Penn se había convertido en cuáquero en 1666, y fue encarcelado por hacer defensa de sus creencias. De ese modo, ahora estaba decidido a “crear un asentamiento tolerante” para los cuáqueros y cualesquiera otras sectas perseguidas de toda Europa. Lo llamó su “experimento sagrado”.
Merced a su heredada fortuna, y a la especial opulencia de la cédula que le había sido conseguida, Penn puso en marcha el proyecto colonial más ambicioso concebido hasta la fecha. En efecto, en Pensilvania todo fue grandioso desde el primer momento. Los planes de Penn para la capital, Filadelfia, prevenía que iba a ser lo que más tarde pasamos a entender como una “ciudad jardín”, lo que él llamó “ciudad campestre verde”.
Desde el principio, Filadelfia fue una ciudad construida para los comerciantes de clase alta, y sin embargo era enormemente diferente de Boston, cuyas callejuelas estrechas y serpenteantes recordaban a la Londres medieval. Filadelfia, en cambio, era un ejemplo orgulloso de la nueva Londres barroca, y un ejemplo todavía tímido de moderna planificación urbana, con sus plazas anchas y sus calles rectas, bien pavimentadas y repletas de árboles.
En realidad, la Pensilvania primitiva se benefició de la expansión de un nuevo tipo de hombres surgido en Inglaterra. Eran ocupantes propietarios que producían para el mercado, a quienes se conocía con el nombre de yeomen (pequeños terratenientes). Para aquellos agricultores “capitalistas”, Norteamérica era todo un paraíso. Y Pensilvania, con la riqueza de su suelo, sus promesas de distribución de tierra y su relajada fiscalidad, resultaba especialmente apta para atraerlos.
Así empezaron a afincarse en Pensilvania numerosos de estos yeomen, cuya predisposición para el esfuerzo y el trabajo con miras al mercado hizo que, muy pronto, la colonia tuviera una cantidad importante de excedentes que colocar. A los pocos años, empezó a ser conocida como “la colonia adinerada”: sus habitantes vestían bien, comían bien y tenían dinero en el bolsillo, como se decía entonces.
En ese ambiente rural y próspero enclavada, no es de extrañar que Filadelfia se convirtiese en poco tiempo en la capital cultural de Norteamérica. Y tampoco es exagerado afirmar, desde luego, que Pensilvania sea el estado clave para la historia norteamericana. Encarnó el gran florecimiento del espíritu de innovación política de raíz puritana que se desplegó en torno a la capital. Su puerto era la entrada que permitía remontar el Delaware hasta Pittsburg, acceder desde allí al valle del Ohio, y a través de los valles, llegar al sur del país. No sólo era la colonia más prospera, sino también la mejor situada, el cruce de caminos obligado del país.
Con el tiempo, Filadelfia fue el laboratorio avanzado de innovaciones políticas, económicas y religiosas. Abrió en América las puertas de la tolerancia, del espíritu innovador y, sin duda también, de la autoconciencia nacional. No en vano, y ya no debería extrañarnos, allí surgió la primera prensa escrita del país, allí se fijo la sede de la Sociedad Filosófica Norteamericana, y ella fue la cuna de la Declaración de Independencia.