La conquista romana de Hispania
La llegada de los romanos a la Península Ibérica se enmarca en el desarrollo de la Segunda Guerra Púnica, cuando el cartaginés Aníbal Barca desafió a la República del Tíber tomando la ciudad de Sagunto. Corría el año 218 a.n.e.
A partir de ese momento, se inició un imparable proceso de conquista, dominación y posterior romanización del territorio peninsular y balear. Varias fueron las fases en las que se desarrolló este fenómeno: por un lado, la ya comentada Segunda Guerra Púnica (218-206 a.n.e.), cuando los romanos se hicieron con el antiguo Imperio Cartaginés en la Península; le siguieron dos importantes guerras de conquista, como fueron la Lusitana, con el caudillo Viriato haciendo frente a las legiones romanas, y la Celtíbera, que culminó con la toma de la ciudad de Numancia, en el año 133 a.n.e. Finalmente, casi en el cambio de era, se completa la conquista de la Península Ibérica con las Guerras Cántabras (29-19 a.n.e.), cuyo resultado fue la anexión territorial de lo que hoy es Galicia y la Cordillera Cantábrica.
La conquista romana de Hispania no fue uniforme. Como se ha podido ver, el proceso duró dos siglos, tiempo en el que Roma fue evolucionando de una República consolidada a una progresiva concentración de poder en una sola persona, que desembocaría en el Imperio de Octavio Augusto. Al mismo tiempo, los intereses de la capital iban variando en la Península Ibérica.
Su primer objetivo se tradujo en hacer desaparecer el Imperio Cartaginés en este territorio, que abarcaba buena parte de la franja costera mediterránea y la Turdetania (Andalucía Occidental). Estas antiguas posesiones púnicas pasaron a dominio romano al mismo tiempo que Aníbal marchaba hacia Roma cruzando los Alpes. El final de esta primera fase fue la entrega, por parte de las autoridades locales cartaginesas, de la ciudad de Gadir a los romanos (206 a.n.e.)
A partir de la costa peninsular, poco a poco Roma va adentrándose en el interior del territorio. El primer obstáculo con el que se encuentran se hallaba en la región de la Lusitania, un vasto territorio entre las actuales Extremadura y parte central de Portugal. Su líder, el caudillo Viriato, impuso una férrea resistencia a las legiones romanas a través de un sistema de guerrillas, que se vio favorecido por el conocimiento lusitano del territorio. Durante mucho tiempo, esa estrategia le fue enormemente favorable, hasta que Viriato fue envenenado en un acto de traición (139 a.n.e.). Este hecho abrió las puertas de Lusitania a las tropas romanas, culminándose así su conquista.
Hacia el norte de la Península Ibérica, Roma se volvió a topar con una nueva resistencia a su dominio, que dio lugar a las Guerras Celtíberas. Sin duda, la encarnación de esa lucha local fue la ciudad de Numancia (actual provincia de Soria), que aguantó el asedio impuesto por el general Escipión Emiliano. El mismo que unos años antes había logrado destruir la ciudad de Cartago, se llevó por delante, en esta nueva ocasión, la ciudad arévaca de Numancia. Todo aquel que no quiso caer preso de los romanos prefirió quitarse la vida. Ocurrió en el año 133 a.n.e.
La última fase de la conquista romana de la Península Ibérica fue más tardía. Desde siempre, la zona norte del territorio, habitado por galaicos, astures, cántabros y vascones había interesado a Roma por su riqueza minera. Pero la fiereza de estos pueblos siempre se había conseguido imponer a los intentos romanos de someterlos a su poder. No fue hasta el año 29 a.n.e. cuando el futuro emperador Octavio Augusto en persona comenzara la triunfal campaña de conquista del norte de la península, algo que le llevó a su ejército diez años.
A partir de ahí, puede decirse que Hispania quedó, por primera vez en su historia, unificada bajo un mismo poder político y militar. Se iniciaría, pues, el proceso de romanización, que no en todos los puntos peninsulares tuvo la misma trascendencia. Siempre, la zona norte mantendría mucho más vivas sus antiguas instituciones tribales, por encima incluso que las impuestas por Roma. El efecto contrario se daría, en mayor medida, en la antigua zona de dominación cartaginesa y en el interior de la península.
El proceso de romanización de Hispania fue complejo y multifacético, abarcando aspectos culturales, económicos y sociales. La introducción del latín como lengua franca facilitó la comunicación y el comercio, y con el tiempo, derivó en las lenguas romances que hoy se hablan en la península. La arquitectura romana dejó una huella indeleble, con la construcción de acueductos, teatros, y calzadas que conectaban las diferentes regiones, integrándolas en el vasto entramado del Imperio Romano.
La religión también experimentó una transformación significativa. Los cultos locales fueron progresivamente sustituidos o asimilados por el panteón romano, aunque algunas prácticas indígenas perduraron, fusionándose con las romanas. Este sincretismo religioso es evidente en varios yacimientos arqueológicos donde se han encontrado inscripciones y ofrendas que combinan deidades romanas con locales.
La economía de Hispania se vio revitalizada bajo el dominio romano. La península se convirtió en una de las principales fuentes de recursos para Roma, especialmente en términos de metales preciosos como el oro y la plata, así como productos agrícolas como el aceite de oliva y el vino, que eran exportados a otras partes del imperio.
A pesar de la dominación romana, las revueltas y resistencias locales no desaparecieron por completo. En algunas áreas, especialmente en el norte, las antiguas tradiciones y estructuras sociales persistieron, resistiendo la completa asimilación cultural. Sin embargo, la influencia romana fue predominante, y su legado perduraría mucho después de la caída del Imperio Romano, sentando las bases para el desarrollo de las futuras naciones ibéricas.