Hispania en el Bajo Imperio Romano
El período comprendido entre siglo III al V de nuestra era se ha venido en denominar como el Bajo Imperio, un largo tiempo de decadencia que terminó con el poder romano en Occidente. La Península Ibérica no quedará al margen de esta situación, y será uno de los territorios que más la sufrirán, tanto desde el punto de vista económico como social.
La decadencia comienza con la crisis del siglo III, una centuria marcada por la anarquía militar, cuya característica principal fue proliferación de guerras internas y golpes de Estado sucesivos. De hecho, se calcula que de todos los emperadores que ostentaron el poder en ese siglo, sólo uno falleció de muerte natural. Al mismo tiempo, se producía una constante presión extranjera, de germanos en la frontera del Rhin y de los partos al Este. Todo ello, desembocó en una tremenda crisis económica y de subsistencia, que provocó a su vez la contestación social.
Esta situación se intenta paliar, ya en el siglo IV, bajo los reinados de Diocleciano y Constantino. Los principales puntos de su política fueron la reforma del Ejército y también la reorganización territorial. La Península Ibérica sufrió esta política de la siguiente manera: se crearán nuevas provincias, como la Carthaginense, la Galaecia, la Balearica y la Mauritania-Tingitana. Todas ellas formaban la diócesis de Hispania, gobernada por un vicario. El territorio, a su vez, se integraba en la prefectura de la Galia.
Al mismo tiempo, la crisis económica se va a notar, especialmente, en las ciudades. La creciente presión extranjera y la inseguridad favorecieron la construcción de sistemas defensivos, a partir de murallas, torres y “castellum”. Un ejemplo fue la ciudad de Tarraco (Tarragona), que fue duramente atacada por los godos, o Lucus Augusti (Lugo). Ambas ciudades conservan, a día de hoy, sus murallas, prácticamente intactas.
Además, se produjo un cambio significativo en la economía urbana, con un declive en la producción de bienes de lujo y un aumento en la producción de bienes básicos. Este cambio refleja la creciente inseguridad y la disminución de la riqueza disponible. Las ciudades también se volvieron cada vez más autónomas, con una disminución en el comercio a larga distancia y un aumento en la producción local.
Por otro lado, las urbes, poco a poco, se irán abandonando; la población marchará al campo, a las villas rurales de los grandes señores. Éstas se convirtieron en pequeñas ciudades, donde sus propietarios gobernaban como en un micro cosmos. Los ciudadanos menos pudientes se encomendarán al señor, buscando su protección, a cambio de sus servicios. Éste será el germen del posterior Feudalismo, que caracterizará la vida social de la Edad Media.
El malestar social en Hispania estallará con el fenómeno de las “bagaudas”. El norte del territorio fue el escenario de estas revueltas, protagonizadas por los más desfavorecidos. La causa principal fue el abandono social al que se veían sometidos. Sin embargo, tampoco hay que perder de vista el hecho de que el norte de Hispania era la menos romanizada; su población no se había integrado en las estructuras del Imperio, por lo que su situación era muy marginal.
Bajo el punto de vista económico, la crisis se notó, sobre todo, en el comercio. Ya desde los primeros años de la presencia romana en Hispania, el territorio había sido una gran mina de productos, tanto agrícolas, ganaderos y metalúrgicos. Sin embargo, a partir del siglo III, la producción desciende y con ella, también las transacciones comerciales. Ello provocó, a su vez, otro fenómeno, como fue la autarquía. Las villas rurales producirán para sí mismas, el mismo fenómeno que se repetirá siglos más tardes, durante la Alta Edad Media.
Hispania no será ajena en estos tiempos a una realidad que se daba en todo el Imperio: la eclosión del Cristianismo. La Península fue escenario de algunos concilios, como el de Iliberris (la actual ciudad de Granada), con los que se sentaron las bases de la doctrina. Además, las ciudades se comenzaron a construir basílicas y edificios religiosos, muchas veces sobre los cimientos de antiguos templos paganos, manteniéndose así su misma función.
A partir de estos momentos, la sociedad hispánica se transforma. De los antiguos grupos (senatores, equites, resto de ciudadanos libres) se pasará a sólo dos, confirmándose la polarización de la población. Serán los “honestiores” (grandes señores y propietarios) y los “humiliores” (el resto de la ciudadanía).
Los primeros actuarán desde las villas rurales como auténticos emperadores en su propiedad, abusando muchas veces de los segundos. Aunque en teoría eran ciudadanos libres, quedaron sometidos a la servidumbre, gracias a la fidelidad que le prestaban al noble. Se sentaban, de nuevo, las bases para la posterior consolidación del posterior Feudalismo.
Además, durante este período, Hispania también experimentó cambios significativos en su estructura social y política. La antigua aristocracia romana fue reemplazada por una nueva élite de origen germánico, que adoptó muchas de las costumbres y prácticas romanas, pero también introdujo nuevas formas de gobierno y organización social. Este proceso de «germanización» fue un factor clave en la transformación de Hispania en los reinos visigodos del siglo V y VI.
En el ámbito cultural, la influencia del Cristianismo se hizo cada vez más fuerte, reemplazando a las antiguas creencias y prácticas religiosas romanas. Esto también tuvo un impacto significativo en la vida cotidiana y en la identidad de la población hispánica, ya que la Iglesia se convirtió en una de las instituciones más poderosas y omnipresentes de la sociedad.