Juan Bautista Alberdi
SU VIDA
Hijo de la criolla Doña Josefa Rosa de Aráoz y del comerciante español, Don Salvador Alberdi, nació en Tucumán el 29 de agosto de 1810, glorioso año de la revolución emancipadora. Creció huérfano de madre, ya que ella murió el mismo día de su nacimiento. Con tan solo 11 años, debió soportar, también, la muerte de su padre, hombre ilustrado, y amigo del general Manuel Belgrano.
En virtud de una beca, a los 14 años, se trasladó a estudiar en el Colegio de Ciencias Morales, en Buenos Aires. Sin embargo, la rígida disciplina del internado le impulsó a abandonar los estudios, comenzando a trabajar como dependiente en una tienda.
Pero si bien no concurría a ningún establecimiento educativo, su capacidad creativa lo convirtió en un autodidacta, sobre todo en materia musical y en la lectura de textos filosóficos, sobre todo de los iluministas franceses.
Sin embargo, se reincorporó en 1831, a la vida estudiantil, comenzando en la Universidad de Buenos Aires, la carrera de Leyes, que terminó en Córdoba.
Se unió al grupo de jóvenes intelectuales, conformado por Esteban Echeverría y Juan María Gutiérrez, entre otros, que se reunían para debatir sobre temas literarios y políticos, inspirados en el liberalismo francés, en la librería de Marcos Sastre. Luego de la clausura del Salón Literario, por sus ideas contrarias al gobierno de Juan Manuel de Rosas, surgió con las mismas ideas, La Joven argentina, el 8 de julio de 1838.
En 1837 publicó una gacetilla de salida semanal sobre temas culturales llamado “La Moda” donde criticó al régimen rosista firmando sus artículos con el seudónimo de “Figarillo”. Esta oposición al régimen dictatorial de Rosas lo condujo al exilio en Montevideo, en noviembre de 1838, desde donde seguirá criticando al caudillo porteño.
En 1843, viajó a París, donde se entrevistó con el General José de San Martín, que lo impactó por su humildad, y el interés por los acontecimientos de su patria.
Colaboró con Urquiza, en el gobierno de la Confederación con sede en Paraná (Entre Ríos) siendo designado Encargado de Negocios ante España, Francia, Inglaterra y el Vaticano.
En 1855, se dirigió a Estados Unidos y luego fijó su residencia en París. En 1861, perdió todos sus cargos y privilegios, sobre todo el de embajador, que había conseguido acompañando a Urquiza, cuando éste sufrió la derrota de Pavón, en manos de Mitre.
Regresó a la Argentina en 1879, para ocupar el cargo de diputado nacional, siendo recibido con honores en el ámbito universitario.
Se entrevistó con el presidente Avellaneda y con Sarmiento, su enemigo político, quien no estuvo de acuerdo con el apoyo brindado por Alberdi a Urquiza durante la existencia de la Confederación. Sarmiento ocupaba ahora el cargo de Ministro del Interior de Avellaneda, y el cambio de circunstancias propició la reconciliación.
SU OBRA
En 1832, escribió “El espíritu de la música”.
En 1834, “Memoria descriptiva de Tucumán”.
En su obra “Fragmento preliminar al estudio del derecho” (1837) alabó en el prefacio, al historiador jurídico. Concibió al derecho como un fenómeno vivo, inserto en la realidad de su tiempo. No se sabe derecho, para este autor, cuando se conocen las leyes, sino cuando éstas se estudian en relación a la sociedad en que actúan. Las leyes tienen que armonizar con las costumbres y ser un elemento de progreso social, acompañado por la educación. Las leyes escritas son necesarias como garantía de su cumplimiento, pero deben plasmarse en hechos.
Sobre la economía de una nación, sostuvo que el trabajo y el ahorro, en virtud del esfuerzo de años, provocaría la acumulación de capital y haría ricos a los estados, y se lograría a través de un pueblo educado y trabajador, al que consideraba parte misma de la riqueza del país, que se haría poderoso con la buena conducta tanto privada como pública de sus integrantes.
En 1839 publicó “La Revolución de Mayo”
La obra más significativa de Alberdi, fue, sin duda “Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina”, escrito y publicado en Chile en 1852, fuente de la constitución nacional de 1853, aún vigente, con modificaciones.
Efectuó en esta obra el análisis de las constituciones nacionales de 1819 y 1826, a las que consideró inadecuadas por no estar de acuerdo con las necesidades del pueblo argentino, y por lo tanto entorpecer su progreso.
Con respecto a las Leyes Fundamentales de otros países, elogió profundamente a la constitución chilena, a la que destacó por sobre las del resto de América del Sur. Sin embargo, a pesar de considerarla muy razonable la criticó por no tener en cuenta las necesidades económicas de Chile, no favorecer la entrada de inmigrantes, dificultándoles la adquisición de la ciudadanía, y no aceptando la libertad de cultos, ya que sólo se admitía la religión católica. Otra constitución que elogió fue la del Estado Oriental del Uruguay a la que calificó de progresista, pero su mérito lo halló más que en el texto de la Carta Magna, en las condiciones geográficas de ese país, poseedor de suelo, costas, ríos y puertos. Aún así, denuncia la carencia de garantías amplias para el progreso de esa nación.
A la constitución peruana la calificó de atrasada, contraria al progreso y a la incorporación de población extranjera, ya que las garantías individuales quedaban reservadas a los ciudadanos. Igual opinión le mereció la constitución de México, por las mismas consideraciones, vaticinando su desaparición como nación, por su sistema cerrado que le trajo como consecuencia la pérdida de Texas y de California. Pero la más atrasada de todas para Alberdi, fue la de Paraguay, que estableció como gobierno una dictadura y prescindía de los derechos y libertades de los integrantes del estado.
Para Alberdi, América, se hallaba en una situación oscura, de la que había que sacarla, y uno de los medios para ello, era el dictado de constituciones republicanas y democráticas, con una forma de gobierno mixta entre unitarismo y federalismo, que promovieran la inmigración, propendieran a garantizar el libre ejercicio del comercio y de la industria, y la construcción de caminos de hierro. Su célere frase “gobernar es poblar” significaba la incorporación de inmigrantes, pero no de cualquier tipo, sino de aquellos europeos, salvo los españoles, que contribuirían a la grandeza de la patria, y poblarían el desierto.
Con ese fin debían firmarse tratados con los estados extranjeros, que aseguraran la tolerancia religiosa, para que los extranjeros no encontraran limitaciones y acudieran a trabajar y aportar su cultura, a cambio de recibirlos con todas las concesiones posibles, sobre todo con los mismos derechos que los ciudadanos.
Calificaba a los pueblos hispanoamericanos como enrolados en una situación mediterránea, y debía colocárselos en una posición marítima, acercando las costas mediante buenos sistemas de transporte y la libre navegación que acercarían a estos pueblos atrasados a su contacto con la Europa culta. Para suprimir este distanciamiento espacial consideraba de primordial necesidad la incorporación del telégrafo y de los ferrocarriles. Las empresas a cargo de los ferrocarriles serían extranjeras, para que el capital exterior se invirtiera en el país. Debía propiciarse la libre navegación de los ríos, firmando tratados que lo aseguren.
En 1854 escribió “Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina”
En 1872 escribió “El Crimen de la Guerra” donde expuso la injusticia que debió sufrir el Paraguay, quien debió soportar un supuesto resultado justo, no emanado de la razón, sino de la fuerza.
SUS ÚLTIMOS AÑOS
A pesar de sus ideas progresistas, y sus buenas intenciones patrióticas se había ganado un enemigo poderoso, Bartolomé Mitre, quien frustró la posibilidad de que su obra fuese publicada, tal como lo propuso Julio A. Roca al asumir la presidencia en 1880. También logró que le fuera rechazado su nombramiento como embajador ante el estado francés. La campaña de desprestigio se realizó fundamentalmente a través de las páginas del periódico “La Nación”.
Ante tales adversas circunstancias partió en exilio voluntario a Francia, en 1881, donde falleció tres años más tarde, en un pueblito cercano a París, llamado Nueilly-Sur-Seine el 19 de junio de 1884. En 1889 sus restos fueron enviados a Buenos Aires. El cementerio de la Recoleta custodia su eterno descanso.